
Recuerdo la primera vez que me fijé sensualmente en otro ser humano -ya las había tenido con el corderito de Norit, que campaba por mis sueños impúdicamente esquilado-. Tendría tres años, tal vez cuatro, e iba en el tren con mi abuelo, antiguo ferroviario, de camino al terruño familiar. Era un tren de esos que tienen un gran pasillo a un lado y al otro distintos compartimentos con dos sillones enfrentados. Aquel día nuestros acompañantes eran una mujer y sus tres hijas, de entre 14 y 20 años de edad, aproximadamente, aunque como es lógico a mi me resultaban tan insólitas como cualquier adulto. Una de ellas, la menor, absorvía mi atención infantil con su subyugante melena de color rubio rojizo, la piel blanquísima salpicada de pequeñísimas pequitas anaranjadas en las mejillas, los ojos claros y, sobre todo, con su boca: pequeña, de labios carnosos, ligeramente respingón el superior y de un intenso rojo. No sé en que carajo de fase de desarrollo está uno a los tres o cuatro años, pero me bullía dentro un ansia tenaz de tocar, chuperretear y morder los labios de esa muchacha como nunca hasta entonces había sentido nada. Sospecho que esa intensidad es irrepetible. Es, también, el primer deseo insatisfecho que recuerdo. Y huelga decir que esta circunstancias ha tenido a la larga funestas consecuencias de diversa índole.
Desde aquel día me gustan las mujeres, sobre todo las adúlteras, más aún si pasan de mi. Y siempre, oh calamidad, las pocas que han mostrado interés eran todas muy buenas chicas que por algún nefasto arcano me tomaban por pareja pa' los restos avant la lettre, casi antes de tener una conversación de más de tres minutos. Esto requiere una aclaración: mis primeros tres minutos son brutales. Luego, generalmente, decaigo.
Aunque, curiosamente, extraños derroteros que sigue la vida, la única de la que me enamoré -porque ningún tropezón que se precie deja de contraer el fenómeno menos de tres veces en su experiencia terrenal- era una puñetera santa. No lo digo con retintín: si le cambiaba el chaleco corporativo por un hábito podría pasar por santa, aunque no era monjil como, por otra parte, la mayoría de las santas dignas del título en sentido no teológico. Y, en eso si como una monja, era una -y supongo que sigue siendo- romántica de tomo y lomo consagrada, inasequible al desaliento de la distancia, al culto de su primera revelación amorosa. Una gran tragedia sin griegos.
Esto y algún que otro polvo encocado hasta las cejas es todo lo que se puede contar, pero como quien más quien menos ha pasado por algo similar remito al background personal de cada lector y me abstengo de continuar por ahora, que me reclaman.
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