
(En este post se hablará-sólo de manera incidental- de Carlos I, el segundo de los Estuardo, cuya cabeza fue sesgada por el acero impasible e implacable de la justicia cromwelliana en 1649. La familia me ha permitido fotografiar y exponer en esta serenísima tribuna que es mi blog un busto de cera del tan trágicamente ultimado monarca. A la izquierda podéis contemplarla. Acojona un poco, sí, pero así se nota que me documento y que estoy al pie del cañón-con tal de no estar delante...-De aquí a nada me veo presentando Documentos TV y mando a cagar al señor Pedro Erquicia y a la dichosa cabecera musical del Carmina Burana, esa música rimbombante, ampulosa y pro-nazi. La nueva sintonía será:"Opá, yo viacé un documentá...". El siguiente paso será presentar los telediarios de LaSexta, la cima de la carrera periodística en España y el Alentejo.)
A pesar de haberme encontrado en multiples ocasiones en la sección de libros de bolsillo con un título tan atrayente como Confesiones de un inglés comedor de opio, nunca hasta hace unos días había leído nada del señor Thomas de Quincey(1785-1859). No se trató por cierto de sus mencionadas Confesiones..., sino El asesinato, considerado como una de las bellas artes. Es un libro realmente divertido. Paso a reproducir unos pequeños fragmentos que me han resultado particularmente entrañables dada mi afición por la filosofía política -el fútbol y los concursos de camisetas mojadas son otros grandes intereses mios que de Quincey se deja aquí en el tintero, lástima-. Espero que os gusten.
"En estos asesinatos de príncipes y estadistas no hay nada que excite nuestro asombro. De sus muertes dependen, a menudo, cambios importantes, y desde la eminencia en que se hallan, están particularmente expuestos a ser el objetivo de todo artista dominado por el amor al efecto escénico. Pero hay otra clase de asesinatos, que ha predominado desde los primeros tiempos del siglo XVII, que realmente me sorprende: el asesinato de filósofos. Pues, señores, es un hecho que todo filósofo eminente de los dos últimos siglos ha sido asesinado o, por lo menos, ha estado muy cerca de serlo; hasta el punto de que si un hombre se llama a sí mismo filósofo y nunca han atentado contra su vida, puede tener la seguridad de que no hay nada en él de tal cosa; y contra la filosofía de Locke en particular creo que es una objeción irrebatible (si necesitáramos alguna) el que, aunque paseó su cuello consigo en este mundo durante setenta y dos años, nadie condescendió a cortárselo (...)
Hobbes -aunque nunca he podido comprender por qué ni con arreglo a qué principio- no fue asesinado. Se trata de un descuido capital de los profesionales, en el siglo XVII, porque a todas luces era una espléndida presa para el crimen, con la salvedad, desde luego, de que era muy flacucho y esmirriado, pues puedo probar que poseía dinero y (cosa muy divertida) no tenía ningún derecho a hacer ninguna resistencia, puesto que, de acuerdo con su doctrina, el poder irresistible crea la más alta especie del Derecho, de suerte que es una rebelión de las más horrendas el negarse a ser asesinado cuando una fuerza competente está dispuesta a hacerlo. Sin embargo, señores, aunque no fue asesinado, tengo la satisfacción de asegurarles que (según sus propias palabras) estuvo tres veces al borde mismo del asesinato, lo que es consolador. La primera vez fue en la primavera de 1640, cuando pretende haber hecho circular un pequeño manuscrito, en nombre del rey, contra el Parlamento. Nunca pudo haber hecho este manuscrito, dicho sea de paso, pero dice que "si su Majestad no hubiera disuelto el Parlamento -en mayo-habría puesto en peligro su vida". La disolución del Parlamento no sirvió para nada, sin embargo, pues en noviembre del mismo año se reunió el Parlamento Largo, y Hobbes, temiendo por segunda vez ser asesinado, salió huyendo para Francia. En este país Hobbes se las arregló para cuidar de su cuello bastante bien durante diez años; pero al final de ese período, con el fin de rendir pleitesía a Cromwell, publicó su Leviatán. El viejo cobarde empezó entonces a temer horriblemente por tercera vez; se imaginaba que las espadas de los partidarios del rey Carlos le rozaban constantemente la garganta, recordando cómo habían servido a los embajadores del Parlamento en La Haya y Madrid. Dice en su autobiografía, escrita en un latín de perros: "Entonces me vinieron a la mente Dorislao y Ascham; el temor me seguía a todas partes como un proscrito."
Y, en vista de ello, corrió a Inglaterra. Cierto es, sin duda, que merecía una buena tunda por haber escrito el Leviatán y dos o tres por haber escrito un pentámetro rematado de modo tan villano como ese terror ubique aderat ("el temor me seguía a todas partes"). Pero nadie lo juzgó de más castigo que una paliza. Y, en realidad, toda esa historia es una fanfarronada suya, pues en una carta muy grosera que escribió "a una persona docta"(aludiendo a Wallis, el matemático), hace un relato completamente distinto del asunto, y dice que corrió a casa "porque no quería confiar su seguridad al clero francés", dando a entender que temía ser asesinado por su religión, cosa que hubiera sido una bonita broma: ¡Tom llevado a la horca por la religión!"
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