12.4.07

Dos episodios de historia húngara, I

-No sabes lo molesto que me resulta hablar de esto -me dijo, evidentemente nerviosa.
Sus pechos seguían en su sitio, y no habían cambiado. No perdió el tiempo en suspiros, sino que fue al grano (con desgarrones en la voz):
-Hace un año mi marido se lió con una chica de su oficina. La tumbó sobre la mesa de escribir y, zas, se la calzó. Claro que antes dejó bien libre la mesa de grapadoras y papelorios.
En mi cuarto estalló el silencio. Cerca estaban construyendo una residencia para obreros, y parece que iban a ser unos apartamentos muy pequeños, pero muy bien. A mí me caía bien la grúa, y también que se tomara tan en serio lo de las viviendas para obreros.
-...y desde entonces, pues eso, que es el prisionero de esa mujer...
La interrumpí, irritado: ¡qué expresiones!, ¡qué forma de hablar! Usamos las palabras con demasiada alegría, sobre todo cuando nos engañan. ¡Como si fuera así de fácil caer prisionero de nadie! Lo que suele ocurrir es que el problema es otro, y no acertamos a verlo.
-¡Te suplico que no me entiendas mal! Tienes razón. Lo que pasa es que, por lo que se refiere al placer corporal, pues eso, que mi marido y yo tenemos problemas, y ahí tienes la razón de que le tenga tan obsesionado esa zorra.
Oyéndola hablar así me acordé de pronto de una amiga mía con la que yo solía pasar horas en la cocina, pelando patatas, y dejábamos la peladura muy finita, casi como un suspiro, y luego dábamos de comer a sus hijos, y luego nos poníamos morados de tocarnos la entrepierna el uno al otro. Dios está contigo, chica. Yo seguía callado. Y Klára, de pronto, rompió a llorar.
-Pero es que mi marido no acaba de aclararse, él dice que me quiere, bueno, a su modo, y yo pienso que en eso no me miente. Por ejemplo, el otro día salió corriendo del retrete y me dijo que mientras estaba haciéndose pis y mirándose la polla, se había dado cuenta de lo mucho que me quiere; estarás de acuerdo conmigo en que esas cosas no se inventan así como así...Lo que pasa es que..., a veces me trae a la zorra ésa a casa, y se la lleva a nuestro lecho nupcial, y entonces a mí no me queda otro remedio que irme a dormir con los niños. Me pongo a jugar al parchís con ellos, y, claro, los pobres, pues no saben qué es lo que pasa...y me ganan casi siempre...hazte cargo: todo lo hemos hecho juntos, hasta la casa.
-¿Cuántos años tiene tu marido?
-Cincuentaidós años.
-¡Vaya! -comenté yo entonces, con toda la zalamería de mis treintaidós años, como si sólo tuviera veintidós. Hicimos una breve pausa, y yo la observaba, tenso, y es que había notado, profesional que es uno, que Klára no me había dicho toda la verdad, y así era, porque acabó soltándola:
-Mi marido me dice que la tengo muy grande. Que muchas veces le da la sensación de que no consigue hacer que me corra, dicho de otra forma, que se siente como un músico tocando en una sala de conciertos demasiado grande, mientras la otra es muy distinta por ahí abajo, ¿te das cuenta?, y eso a él le gusta más, pero mucho más, y por eso no puede dejar de pensar en ella, por mucho que lo intenta, por muy convencido que esté, y lo está de veras, de que yo valgo más.
¡Y cuanto más se sumía en esta contradicción, tanto más lloraba!
A la joven se le encendía el rostro de esperanza: ¡Queridos amigos!, ¿no es eso acaso lo que nos pasa a todos? ¡Cómo me apresuré a buscar una salida donde no la había fácil!, ¡pero tenía que haberla!, ¡no es posible que gente activa, lista, digna se hunda de esta manera!, ¿lucharon para esto nuestros padres?, ¡decidme!, ¿luchamos para esto nosotros?, ¡ni hablar!
-¡Ya lo tengo! -exclamé, estrmecido sólo de pensar en la solución que le brindaba.
Los dos nos estremecimos al tiempo después de tanta espera.
-Hay que entrenar mejor los músculos -le dije a Klára.
-Sí, eso, entrenar -repitió Klára, mecánicamente, y yo asentí, porque lo que le pasa a la cosita esa que tienen las mujeres es precisamente que está rodeada de músculos, como el fortín que defiende el soldado o el panal que levanta la abeja.
La atención desfiguraba su rostro. Al rostro de un amigo mío suele influirle también así la tristeza, y a este propósito recuerdo que coincidimos los dos una vez en un entierro, por eso puedo afirmarlo: su frente se había angostado, todo en él se había vuelto desproporcionado, ¡hasta los ojos se le habían juntado embrutecidamente, pero sin llegar a ponerse bizco, lo cual, por lo menos, habría dado un sentido a tamaña monstruosidad! Y esto, a pesar de que, puestos a medir la tristeza de aquel entierro, la mía habría resultado mayor, pero, claro, esas mediciones no son posibles. Y, bueno, tampoco sabía yo cómo estaba mi cara en aquel momento...
-Mira, tú lo que tienes que hacer es ponerte cómoda, y andar por la casa desnuda, y meterte el dedo a tu gusto en tu sagrario. Y verás que, justo a la entrada, donde en cualesquiera otros lugares de devoción está el agua bendita, tienes un músculo circular, y al toser se te contrae, y la cuestión es ésa: entrenarlo para que se te contraiga a voluntad.
-¿Así de fácil? -me preguntó ella, incrédula, y yo le di suaves golpecitos en la mejilla.
-No, claro que no, fácil, lo que se dice fácil, no hay nada.
(Aunque la verdad es que aquí podría haber puesto punto final, pero seguí y le expliqué con detalle la función de los músculos constrictores, de las agujetas, en fin...)
¿Es que voy a estar siempre pensando en estas cosas?¡Sería terrible! Tener que estar siempre pensando en una cosa que nunca..., que siempre..., que mi trnquilidad...
La frené con un fuerte movimiento de cabeza:
-Tú estate tranquila -le dije-, todo irá como las propias rosas a partir de ahora, ya verás. La cima de tus placeres se multiplicará. Lo aprenderás, todos lo hemos aprendido, como cuando aprende a ladrar el cachorrillo.
Se levantó de mi sofá y fue en dirección al baño poseída de una sorda esperanza, pero de pronto se volvió, y me dijo, con una jovial tosecita:
-(Autocensura) El sentido de la imagen está en su aspecto.

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