29.3.07

Rodia en la trena. La verdadera historia. II, Cowboys en un contubernio


Lo que se interponía aquella madrugada entre el pequeño grupo de pelagatos en el que me encontraba y su destino se levantaba sobre planchas de plástico endurecido y no era un quiosco: era una incitación a perderse vertida ante las curiosas narices de unos ciranos con especial olfato para el despropósito.

Pero antes de describir el intento de robo con fractura más memorable de la Historia Universal es necesario escarbar un poco para esclarecer la genealogía del asalto, los orígenes intelectuales de una acción que copó la portada de La Farola, edición Plasencia, de varias semanas seguidas.

La Operación Walkiria Turuleta se concibió sobre la mesa del sótano de una vivienda de la calle Arturo Soria, el emplazamiento cuyo nombre en clave era El galpón de la sidra y donde residía el capo di tutti capi, el mandamás, el patrón del Clan de los Charlines Polacos y Terror de los Astilleros de Gdansk: el editor de Ideasmuertas y autor de un relato publicado por fascículos sobre la metafísica del trapicheo con aves demediadas -ejem, ya sabeis, la brigada policial me impide ser más explícito-.

Durante una discusión en la que las palabras cabalgaban enloquecidas sobre el quebrantado discurso alucinado y proteico que tomaba por excusa la vívida imagen de las avenidas coñiformes de Manhattan en Miller -la juventud es el único momento en que ciertas lecturas pueden disculparse-, los espumarajos de rabiosa vehemencia que la cerveza y la convicción esculpían en la boca del anfitrión se petrificaron en la congestión repentina del ademán que acompaña a la gestación de una idea visionaria. Incluso Calvo-antes-de-serlo -emplearé alias para todos los implicados-, cuyo escaso raciocinio le había abandonado hacía horas y se abandonaba inocente y primario al placer esencial de lustrarse el gorbachov -cicatriz que recorre una de sus nalgas- con sidra, se percató de que estábamos en uno de esos raros momentos en que serías capaz de colgarle el teléfono a Rose McGowan mientras te implora una cita y no cercenarte la cola de arrepentimiento a continuación. Asistíamos a lo que preveíamos como un momento sublime. El Polaco, nuestro multiadicto favorito, el único tipo del que puedo afirmar que tiene la suficiente sangre fría como para no dejar de zumbársela mientras echa a rodar por una ladera para no ser visto por el equipo de vigilancia de un conocido recinto madrileño -y lo sé porque he visto las cintas de video que lo atestiguan tal como lo cuento, yo en aquella época vivía en Cuenca y sólo venía a la capital de ciento a viento para alguna reunión del Politburó del Clan-, iba a hablar, a soltar por esa boquita, y la ansiosa expectativa congelaba un instante arropado por el ronroneo de una cámara frigorífica que parecía amplificar la mortecina proyección de media docena de rostros afilados que se delizaban como sombras sedientas hacia la luz palpitante del dispensador de genialidades suicidas que presidía la reunión.


(En la foto, de izquierda a derecha, Polaco y Calvo-antes-de-serlo)

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