Situada en el 48 de la calle San Bernardo, una de las mejor surtidas librerías madrileñas cierra sus puertas, literalmente, por derribo -riesgo de derrumbe es más preciso, pero menos impactante-. De tanto pasar por delante había terminado perdiendo la curiosidad por la razón de aquellos andamios que al principio tanto incomodaban pero con los que, como con todo en esta ciudad, se terminaba confraternizando a la manera local, esto es, con una inconsciente simpatía envuelta en cortés indiferencia. Esta falta de interés impidió que me percatara de la amenaza que pendía sobre el histórico inmueble, tan castizo como cualquiera de nuestras importadas costumbres, pese a su autoctonía de más de dos siglos. Hoy me he enterado, por los periódicos -como afirmaba Felipe González que le sucedía con los casos de corrupción que afloraron en su última etapa de gobierno y que deslucieron, en algunos casos más mediaticamente que otra cosa, una notable labor-, que el deterioro del inmueble en el que se encuentra es tal que por razones de seguridad se ven forzados a echar el cierre. Prevén un futuro impreciso en el que todo el edificio será un centro cultural donde, además de la librería, habrá sala de conferencias, representaciones artísticas y otros espacios habilitados para el cultivo del espíritu. Ojalá sea así y no se quede en un buen propósito pospuesto para las calendas griegas o, lo que sería aún peor: otro Starbucks.
Mi última visita a Fuentetaja se produjo a finales de enero, saliendo de allí con Herzog de Saul Bellow -que aún no he leído- bajo el brazo y la intención de volver a la semana siguiente para recoger El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, de Antonio Priante, no disponible en ese momento y que recibirían al cabo de unos pocos días. Huelga decir que por supuesto falté a mi palabra, si bien es verdad que no se trataba de un compromiso formal.
Eso sí, siempre me produjo algo de mal rollo la señora menuda que cobraba y no me resolvieron -nadie lo ha hecho- la duda de cómo leches conseguir El lamento de Portnoy, de Philip Roth, sin tener que recurrir a las tiendas de libros usados (ante las que mantengo serias reservas de índole psíquico-higiénicas).
Hasta la vista.
p.d.: ¿Alquien sabe si se siguen celebrando las veladas literarias en el café/champañería María Pandora? Al menos hasta junio del pasado año un jueves al mes había lecturas poéticas con autores, algunas castañas pilongas pero otras muy interesantes, y con sólo el paseo ya compensaba, aunque la mampara disuasoria del viaducto de Bailén le resta a la noche posibilidades de culminar heroicamente, aunque todo es ponerse. (Nada de gilipijeces a lo Historias del Kronen, menuda morralla y cuanto bombo con aquella moda de la "generación X", no me jodas, si al menos hubiera salido de todo ello una Winona, tendría un pase, pero ni eso, mierda de país; yo digo algo perdurable, llamado a erigirse en mito como...¡¡300!!)
p.d y 2: Esta entrada ha quedado un tanto snob, con pipa y monóculo, así que os recuerdo que mi noche ideal concluye con el enésimo cacharro de la madrugada, en compañía del doctor House y otros colegas igualmente tan cáusticos como inmaduros, lanzando repugnantes comentarios machistas y procacidades de adolescente descerebrado en uno de los locales de la confluencia de West Port, Lauriston Street, Bread Street, East Fountainbridge y High Riggs a las pin ups de turno -véase foto superior-, para después ir a rabar como señores escoceses a los bajos fondos del final del curso del Leith -foto inferior, la que no se ve, o que se ve tal y como nosotros la veríamos-. Y ahora voy a afeitarme sin espuma.
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