
M., quien ahora andará dando clases de español en Perugia, nos confesó a C. y a mi en uno de los poco habituales ratos muertos de que disfrutábamos un sábado trabajando en un gran centro comercial del Madrid profundo, que la primera vez que visitó la Academia de Florencia, cuando percibió por el rabillo del ojo la silueta del David de Miguel Ángel, esa parcial, sesgada por la posición y sumamente imperfecta visión de la famosa escultura le hizo saltar las lágrimas "de la emoción".
M. era, y sigue siendo, espero, una mujer despierta, inteligente y culta, inmunizada ante la hostilidad general del ambiente tras seis o siete años de relación con un ex novio nietzscheano, y con una sensibilidad mórbida hacia el arte. No podía esperarse otra cosa que lágrimas por su parte ante tan magna obra, eso es claro.
Pero no creo que fuera el David per se, el trabajo del escultor lo que conmoviese a M. Más bien me inclino por sostener que fue la fama del David lo que la arrobó hasta el llanto. No es por quitarle romanticismo a la escena, ni desmerece en nada el sentimiento, sino que cambia la explicación de éste.
La accesibilidad de la información y la creación de una cultura de la cultura son los responsables de esta popularización en sentido lato del arte. La forma en que nos relacionamos, de manera inevitable pero ya necesaria, con los iconos de la cultura, predispone a que nos sintamos impelidos a aceptar sus consecuencias preestablecidas; por la propia naturaleza de la información que nos rodea, imposible de ser decantada, filtrada, analizada e interiorizada, optamos, no ajenos a la conciencia de una indeterminada pero tangible variedad de coerción social, a asumir el juicio derivado y consensuado de los objetos. El consenso requiere, en ese caso, el asentimiento por la emoción. Ante el David y su pathos exagerado que menos que una lágrima.
Explicar esto furtivamente era complicado, del mismo modo que lo es ahora sin aburrir al personal más de lo que ya lo hago, así que le puse el ejemplo -en mi linea de procacidad martilleante- de los orgasmos por idolatría. Las groupies, las de verdad, no las oportunistas, sino las incondicionales, motivadas, convencidas, seguidoras impenitentes de los Rolling, pongamos por caso, esas que permanecen impertérritas ante cualquier extravagancia o cafrada de Jagger o Richards, esas, le dije, por muy saturado de mescalina, coca, caballo, hachís, maria, alcochol o pegamento que vaya el totem musical, por mucho que el polvo no pase de dos lánguidos minutos de patética pelea con una minga morcillona, pese a todo eso, será el mejor quicazo de su vida. Y no sólo porque la excitación previa las hiciera chorrear como la Fontana di Trevi, que también, sino porque estaría psicológicamente predispuesta para construir la excelencia de la experiencia, porque en la sociedad global mediática se trafica con fetiches y con ellos el kit del cliente siempre satisfecho y porque, de hecho, la insatisfacción funciona a modo de letra escarlata, de sambenito, fuera de ese mercado con resultado garantizado -el de la publicidad- hace frío, y el inconformismo no hace compañía.
Claro que, después de todo, puede que sinceramente le gustara esa horrible escultura.
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