
Esta tarde, mientras me afanaba rebuscando entre los estantes del videoclub mejor surtido de mi barrio en busca de una película con la que saciar mis ansias de fuga de esta vida mía durante un par de horas, escuché una voz que me resultó familiar. Conservo una buena memoria auditiva, cosa que no se puede predicar de otras modalidades de las que antes andaba también sobrado, y obviamente no se trata de un deterioro fisiológico porque aún soy un jovenzuelo, sino que es el abotargamiento general de mi ser la causa de estas tempranas pérdidas. La familiaridad al oído no era errónea: se trataba de Maca, a la que Gonzalo y yo llamábamos también "la Pepona" por su neumática figura de una voluptuosidad indescriptible. Maca además contaba con el añadido morboso de un rostro aún pubescente, atributo tampoco excepcional en demasía dados sus 18 o 19 años. El caso es que parecía una Lolita por su rostro y ademanes y una hetaira de alto standing por sus febriles sinuosidades corporales.
El pasado mes de junio, sin embargo, cuando la reencontramos, ya advertimos cierto apachorramiento, una difusa gravidez un tanto excesiva en algunas partes de su cuerpo, antes poseedor de una impecable perfección. Gonzalo, yo creía que para aguar mi necesidad de devoción, señaló que tenía toda la pinta de venirse abajo de manera rápida, de envejecer físicamente de forma prematura, de consituir el típico caso de adolescencia temprana, exuberante y fugaz que como una exhalación cede paso a una juventud con más pena que gloria, sobre todo considerando la excelencia anterior.
Hoy, cuando la he contemplado, no me ha quedado más remedio que darle la razón a mi amigo. De hecho creo que las ropas que antes llevaba por gusto y para mi enfado, pues no permitían apreciar en todo su esplendor la obra de arte que era su figura, ahora constituyen un imperativo estético para disimular el ocaso de su grandeza.
Mi pequeña Maca, mi deliciosa y joven diosecilla, incitadora de hermosas fantasías, inspiradora de altos goces, dispensadora de innumerables deleites que a tu displicente paso permanecían en los atónitos y admirados ojos que te contemplaban; mi querida beldad inconsciente, tesoro inapreciable, que doloroso me ha sido asistir a la confirmación de tu crepúsculo como Señora de tantos sueños, propiciadora de tantas furtivas poluciones; mi exquisita Maca, que grato me será siempre recordarte, con memoria enternecida, como posibilidad remota de reencuentro en otra, con infinito agradecimiento, con sincera nostalgia eterna y, por qué no, con alguna forma poco ortodoxa de amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario